Son las once de la mañana. Las persianas de color oscuro evitan que la luz del exterior entre a la habitación. Son las once y cinco según el obsoleto reloj despertador en la mesa de noche, y digo obsoleto porque hace años que no despierta a nadie. En cambio, desde hace 10 minutos una pequeña gata naranja no ha hecho otra cosa que maullar. Demandando comida y atención, se pasea al pie de la cama hasta que su ocupante decide que es imposible tratar de ignorarla.
La casa está en silencio. Sólo se escucha el cantar de los pájaros de afuera, el juego de los niños de la casa cuna de la vecindad y un maúllido constante. Las camas revueltas evidencian la partida apresurada de quienes las ocuparon la noche anterior. En la sala duerme un perro. Levanta la cabeza durante unos intantes al sentir la presencia del amo e inmediatamente se vuelve a acostar estirándose de una manera poco elegante. Elegante, la gata, que restriega con gracia su cuerpo entero contra la pierna de su sirviente. Se empiezan a distinguir sonidos en la cocina. La gata también los oye. Maúlla.
Varios aromas se perciben a la vez. El primero que identifica es el del café; después, el de las tortillas calientes. El aceite hirviendo suena en el sartén. Una maleta de frijoles volteados vuela unos centimetros por el aire y vuelve a caer. Sosteniendo el mango del pesado sartén están las manos arrugadas de una señora de más de 85 años. Al advertir la presencia de su nieto, se apresura a servir la maleta de frijoles humeante en un plato y la coloca sobre la mesa, donde la acompañan las tortillas, pan francés (hecho en Guatemala y no en Francia, como algunos podrían suponer), media libra de queso (de Zacapa) y un litro de crema.
Son las once y media según el reloj de la cocina, pero en realidad son las once y veinticinco. Los maullidos de la gata por fin cesan mientras ella se mancha los bigotes con crema. Su sirviente se puede quedar con los frijoles.