El primero de noviembre de 1983, mi madre sirvió por primera vez el famoso fiambre, el platillo tradicional del Día de Todos los Santos. El día siguiente, me trajo al mundo.
Haber nacido en el Día de Todos los Muertos me da la oportunidad de celebrar mi cumpleaños a lo largo de los días que le preceden. Tengo a mi disposición las fiestas de la última noche de octubre y el feriado del primer día de noviembre. Es una especie de puente festivo parecido al de alguien que cumple años el día después de Navidad, con la diferencia que en el Día de Todos los Santos no se dan regalos. A pesar de ello siempre recibí una cuota de regalos, si no cuantiosa, aceptable en mis cumpleaños. Y nunca me faltaron barriletes.
De pequeño no celebré el Halloween. No salí a pedir “dulces o dinero” ni mucho menos a ofrecer trucos o tratos. Año tras año mis intenciones de disfrazarme de Thundercat o de He-Man quedaban frustradas por la prohibición paternal de salir a la calle de noche. Días antes de mi vigésimo cuarto onomástico, la oportunidad de celebrar Halloween por fin se me presentó. La fiesta era en la antesala del Teatro Abril y auguraba una buena parranda.
Cuando llegó el último día de octubre, desperté emocionado. El día de la celebración pagana por excelencia había llegado. El primer indicio de la celebración apareció en la página de tiras cómicas del matutino, pero no precisamente contenido en las tiras cómicas. En un anuncio pagado por alguna sociedad bíblica, una simpatiquísima calabaza me advertía no participar en esas cosas que no son de Dios. Me reí un poquito. En otro periódico, se hacía referencia a la vigilia carismática organizada para esa noche por el Padre Hugo Estrada. A mí me cae muy bien este sacerdote, pero si no logra hacer que yo llegue a misa los domingos, definitivamente no iba a lograr que faltara a mi celebración.
En el transcurso de ese miércoles hice mis tareas de la universidad apresurado, preparé mis pretextos para salir temprano de mi primer periodo y empecé a pensar en las excusas para explicar mi ausencia de la segunda. Poco sabía que las verdaderas razones por las que no asistí a su clase le serían reveladas a mi catedrática semanas después cuando leyese cierta crónica que habría de entregar como parte del curso.
Procedí a preparar mi disfraz. Este primer disfraz debía de ser especial, creativo, original. Único. Tal vez algún personaje de ciencia ficción o el protagonista de alguna película de culto de los 80. El héroe de algún cómic poco conocido escrito por Brian K. Vaughan o J. Michael Straczynski.
Finalmente, recordé que tenías apenas un par de horas para conseguir todo mi atuendo y que, además, tenía que llevármelo puesto a la universidad. Así que abandoné mis bocetos del vestuario de Edward Scissorhands y dejé para otro año mis diseños de un Optimus Prime de cartón y papel maché. Revisé el guardarropa de mi hermana, me robé unas cuantas prendas del de mi madre y en 20 minutos me convertí en un pirata.
Por la tarde, me reuní con mi amigo David (transformado en Marco Antonio el Triunviro), quien había conseguido las invitaciones para la fiesta. A las 8 de la noche salimos en dirección a un parqueo de la zona 4. Este era el punto de reunión de donde saldrían los buses con los invitados hacía el teatro y no fue sino hasta que llegamos a ese parqueo que empecé a ver a otras personas disfrazadas. Habiendo abordado el transporte que nos llevaría hasta la fiesta, me llamó la atención Marilyn Monroe, quien, engalanada con el mismo vestido que usó en la película Seven Year Itch, intentaba mantener el glamour y el equilibrio dentro del vehículo en movimiento.
Esa noche los versos de José Batres Montúfar pasaron desapercibidos en las paredes exteriores del recinto, opacados por la vistosa publicidad del ron. Una fila de modelos escasamente vestidas a la usanza egipcia les daba la bienvenida a los asistentes en la entrada del local. Mientras mi amigo se pasmaba ante la visión de las Cleopatra yo intentaba seguirle la pista a la señorita Monroe, quien inevitablemente se perdió entre el tumulto carnavalesco.
Adentro, la Victoria de Samotracia, iluminada por las luces estroboscópicas, estaba rodeada de romanos y vikingos, mientras las hadas subían y bajaban por las escalinatas de mármol. En un rincón, el Che le servía un trago a la Estatua de la Libertad y el mismísimo Satanás llevaba a un angel a la pista de baile.
Elvis Presley llegó minutos después, acompañado de una segunda Marilyn Monroe. Pocos disfraces no estaban repetidos. Dos señoritas Monroe, dos comandantes Che Guevara. Dos con uniforme de marinera y hasta dos vestidos como Edward Scissorhands. Y piratas, no se diga. Por lo menos una docena de corsarios poblaba el anfiteatro.
Mi disfraz había fracasado en originalidad, pero me conformé con estar cómodo en él. Otros disfraces resultaron ser inherentemente incómodos, tanto para sus dueños, como para quienes estaban en sus cercanías. Más de una vez mi ropa se enredó en el ala de alguna abeja y un monstruo con un enorme cuerpo redondo y un solo ojo me pasó pisando el pie. Incluso llegué a tropezarme con un árbol de navidad que, fumando un cigarrillo, subía con dificultad por las gradas para llegar a donde estaban los jueces del concurso de disfraces. Según me enteré después, llegó tarde y el premio se lo llevaron una pareja de novios muertos. Dos pasajes ida y vuelta a Cancún.
Probablemente, el árbol hubiera ido más rápido si no hubiera estado cargando la batería de motocicleta que le proveía energía eléctrica a la serie de luces navideñas que lo iluminaban. Más tarde me encontré a su ocupante, ya fuera del disfraz, en el balcón del teatro. A los pocos minutos se apareció Adán, vestido únicamente con unas medias pantyhose y unas hojas demasiado pequeñas. Creo que ese fue el disfraz más incómodo de la velada. Incómodo a la vista, por lo menos.
La velada se fue desarrollando sin mayor acontecimiento. La música pasó desde el reggaeton por la electrónica hasta llegar a las canciones pop en español. El alcohol se siguió sirviendo y los antifaces fueron cayendo. El teatro demostró, una vez más, ser ideal para la ocasión; la antesala parecía estar diseñada específicamente para estos eventos.
Únicamente las escalinatas constituían un obstáculo para la movilidad de los asistentes y una amenaza latente para aquel que se atreviera a pasarse de copas. Fue precisamente en uno de esos graderíos donde me crucé con una señorita vestida de blanco. Su ropa no dilucidaba a que disfraz había pertenecido horas antes. La joven me detuvo y me dijo algo parecido a «Ala, Usted es como Johnny Depp… como el Johnny Depp de chocolate.» Durante unos instantes me quede intentando descifrar el mensaje. Supuse que me estaba comparando con Johnny Depp en su papel de Willy Wonka en Charlie y la Fábrica de Chocolate, y a pesar de que no le atinó a la película, agradecí el cumplido.
Salimos del teatro a las 2 de la madrugada del Día de Todos los Santos. Llegué a mi casa, me percaté que todos estuvieran dormidos y me escabullí en la cocina. Una de las ironías de haber nacido un día después del «día del fiambre» es no comérselo. En arte, me cae mal que mi cumpleaños sea el «día de las sobras de fiambre». Mi mamá dejó de intentar que lo probara hace mucho. Sin embargo, la noche del 31 o la madrugada del 1 de noviembre, acostumbro saquear las reservas de embutidos y quesos destinadas a adornar el platillo. Este año al abrir el refrigerador, supe que este año «el día de las sobras de fiambre» se convertiría en «la semana de las sobras».
Escondidos entre las enormes cantidades de verduras curtidas estaban los jamones, las salchichas y los quesos. Ya cortados y rodajados, clasificados en recipientes individuales, los embutidos esperaban el día en el que llegarían a adornar el preciado fiambre. Para algunos de ellos ese día nunca llegó. Durante veinte minutos me atiborré con salchichas de pavo y pequeños bocadillos de jamón y queso amarillo. Carne de res y de pollo, chorizos y longanizas.
Afortunadamente, mi madre —que incluso sabe más de finanzas que de cocina— ha aprendido con los años a incluir estos atracones furtivos de medianoche en sus estimados a la hora de hacer las compras. Cuando desperté la mañana siguiente, la mesa del comedor estaba adornada con cinco platos enormes de fiambre. Tan esplendoroso como aquel de hace veinticuatro años. Se veía suculento, delicioso… Pero aún así me negué a probarlo.