El fantasma de Kurt Cobain me visitó el domingo. Vino a eso de las 4 de la tarde, durante el silencio que hay entre Something in the way y la canción escondida al final de Nevermind. Me había quedado dormido mientras leía unos artículos de la Rolling Stone acerca de su vida. Cuando empezó a sonar la canción final, me desperté y él se fue sin decir nada. Me dejó sin concederme una entrevista y sin material para escribir esta nota. Bueno. Lo que sea. No importa.
Kurt Cobain murió el 5 de abril de 1994. A la edad de 27 años, la última gran leyenda del rock se unió al club de Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison. La mayor diferencia, desde mi punto de vista, es que el resto de este club murió antes de que yo naciera. Aún así, Cobain era 16 años mayor que yo. En 1994 yo era un patojo y apenas escuchaba rock. Pero ahora escucho Nirvana y me siento parte de una generación delimitada, no por años ni edades, sino por un mismo sentimiento de inconformismo y nostalgia.
La noche en que la muerte de Cobain fue anunciada, Eddie Vedder se dirigió a su publico en un concierto de Pearl Jam en Washington D.C.: “No creo que ninguno de nosotros estaría en este cuarto esta noche si no fuese por Kurt Cobain.” ¿Si Nirvana no hubiese existido, alguna otra banda hubiera tomado su lugar?
Finaliza la década de los 2000 y no hay canción que haya hecho lo mismo que lo que Smells like Teen Spirit hizo por los noventa. “La voz de una generación”, le llamaron. Quince años después de su muerte nos encontramos sin saber que decir. ¿Se habrá dicho ya todo? Tal vez. Y la mayor parte fue dicha por Cobain.