Regresando yo del trabajo (sí, trabajé el 31) me informaron de manera muy casual que ibamos a ir a La Antigua a pasar las doce. De cualquier forma me la iba a pasar aburrido ya que no tenía mis tradicionales —y ahora ilegales— canchinflines. «Bueno» pense yo, «al menos voy a ir a ver gringas«.
Ahora, antes de seguir mi relato hay algo que tienen que saber acerca de Olafo, el perro de mi hermana: ese chucho es un bruto. Una de sus molestas mañas es hacer un escándalo cuando oye ruidos fuertes, como por ejemplo, truenos y, por supuesto, bombas y cuetes. Pues bien, ese día, justo antes de irnos me invadió cierto espírtu navideño rezagado y, sintiendo por primera vez algo de lástima por el animal ese, propuse que nos lo llevaramos con nosotros.
Error. Grave error que pague muy caro. El perro no se estuvo sosegado ni un minuto y tuve que pasar las doce en una calle alejada del centro de la ciudad colonial, solo con mi hermana, cuidando al perro estúpido, quien por cierto, terminado ya el relajo de la celebraciones se dedicó a marcar territorio orinando todos los postes de aquellas calles empedradas a las que nunca volverá jamás.
Feliz Año Nuevo.