No sé en cuántos países es permitido acercarse a un volcán en erupción. En la televisión se pueden observar documentales de geólogos y aventureros profesionales que llegan en helicópteros a volcanes en Nueva Zelanda, Papua Nueva Guinea y lugares así. Aquí en Guatemala es más sencillo: sólo es cuestión de pagar los 10 quetzales destinados al mantenimiento del parque (5 para estudiantes con carné) y subir por los senderos que llevan al cráter del Volcán de Pacaya.
El año pasado, emprendí el viaje a este volcán con un grupo de amigos. El volcán llevaba algunas semanas en erupción y temíamos perdernos la oportunidad de verlo. Empacamos algunas chucherías y unos panes con frijol que me preparó mi mamá y emprendimos camino. A pesar de la llovizna que empezó a caer cuando llegamos a la entrada del parque, empezamos a subir aproximadamente a las 10 de la noche.
No estoy seguro de cuánto tardamos en subirlo, pero nos tardamos lo suficiente. La panorámica de la lava era bastante impresionante. Estuvimos alrededor de una hora contemplando el lento espectáculo del avance de la roca incandescente y unos minutos más incinerando todo lo que se nos ocurrió, siempre cuidándonos de no derretirnos las suelas de los zapatos.
En mi último año de secundaria fue la anterior y única vez que había ido al Volcán de Pacaya y recuerdo que fue agotador. Afortunadamente, en esta ocasión, la parte que yo recordaba había sido la más difícil estaba cubierta de lava, lo cual, además de disminuir el recorrido, ofrecía un paisaje difícil de olvidar.
Como era de esperarse, el día siguiente amanecí con un dolor de piernas que apenas me permitió caminar.